
I: Chispa y el escribiente
Historia
El espectro flotaba unos metros por encima de la pequeña hoguera y se esforzaba, una vez más, por explicar las reglas. El portaluz masticaba un trozo de raíz gris dura. La había ablandado al calor del fuego y su sabor ácido se había convertido en algo parecido a la pimienta negra. Para su sorpresa, estaba bastante buena. Interrumpió a su Espectro. "Ya me has explicado cómo funciona esto y ya te he dicho que no me importa", dijo socarrón. "No me gusta ninguno de los nombres que has sugerido. O ambos recibimos nuevos nombres, o nada". El Espectro voló a la altura de sus ojos, su carcasa era de un morado iridiscente que brillaba a la luz del fuego. "Ya he tenido buenos nombres", respondió. "Algunos de ellos me gustaban mucho". El portaluz meneó la cabeza. "Dijiste que yo también había tenido un nombre, pero te niegas a decirme cuál". "No puedo", admitió. El portaluz se quedó en silencio. El Espectro emitió un suspiro eléctrico. "Solo por curiosidad", dijo prudentemente, "¿cómo me llamarías?". "Bueno, eres una luz en la oscuridad", empezó el portaluz, pero se detuvo. De pronto, notó el peso de sus palabras. Desde el principio, ese pequeño Espectro había sido su única razón para seguir. Todos los guardianes que había conocido le daban la espalda, solo tenían interés en culparle por los pecados desconocidos de su pasado, pero ese Espectro tan insoportablemente sincero lo había curado una y otra vez. Lo cuidaba, le daba ánimos y tenía una inexplicable fe en él. Le mostraba compasión. A veces, cuando despertaba con un nudo de ansiedad en el pecho, el Espectro se posaba sobre él y le tarareaba hasta que se volvía a dormir. El portaluz respiró profundamente, se puso serio y añadió: "Por eso, te llamaré Chispa". El Espectro protestó ofendido, se contrajo en el aire y cayó al suelo boca abajo, sobre un montón de hojas secas. El portaluz sonrió. "Parece que no te gusta, Chispa". El Espectro emitió un leve pitido y rodó sobre las hojas con un movimiento perezoso. Bajó la intensidad de sus luces. "Es terrible", declaró finalmente. "Qué exigente", el portaluz respondió. "Muy bien. Puedo hacerlo mejor". El espectro volvió a flotar con cautela. "¿Y qué tal Rayito?", preguntó. "¿Flash? ¿O Glint?". "¿Glint?" Una secuencia de colores intensos recorrió los ojos del Espectro. Normalmente, esto ocurre cuando calcula el complejo comportamiento del enemigo, los resultados de combate, o cuando está trazando todas las posibles trayectorias de cientos de balas. "¡Me gusta Glint!". El portaluz se puso de pie junto al fuego y se inclinó. "Es un honor conocerte, maestro Glint". Extendió un dedo y simuló estrechar la mano del Espectro tocando una de sus puntas. Lo absurdo del gesto divirtió al Espectro. "Ahora que tienes un nombre," dijo el portaluz, "puede que esté más receptivo a encontrar uno para mí". Glint bajó en el aire, reconociendo el progreso de su compañero. Esa noche, apagaron la hoguera más temprano de lo habitual. A la mañana siguiente, una titán que pasaba por ahí vio al portaluz de Glint sin su casco. Sin piedad, le propinó una paliza con su martillo ardiente. Le rompió la clavícula y le hizo añicos la pelvis. Murió horas después, a causa de una hemorragia interna. Glint lo resucitó y viajaron en silencio durante un largo rato.

II: Identidad
Historia
Las tuberías de éter tintinearon cuando el recién llegado entró en la guarida de la Araña. Entró con paso vacilante. Sus ojos dorados examinaban la habitación con inquietud. Llevaba las ropas de un traidor. Una mortaja funeraria de color blanco le cubría los hombros, que parecían encorvados por el peso de una gran carga. Estaba hambriento y desnutrido, destrozado por la crueldad de un rostro que no conocía, pero que otros despreciaban. Por "compasión" le habían ofrecido un espacio para descansar, un mínimo de privacidad entre las tuberías. La Araña, con una mano en la boca, se inclinó tanto hacia delante que su trono se hundió en el suelo. "¿Nada?", preguntó a uno de sus lugartenientes, que negó con la cabeza sin decir nada. "¿Seguro? ¿No es solo una artimaña?", dijo agitando una mano en el aire. El silencio con el que le respondieron fue como una rotunda afirmación. "Fascinante". La Araña se deslizó por su trono con un resoplido. Aterrizó en el suelo con una sorprendente gracilidad, pero caminaba con paso torpe, una debilidad fingida. Ordenó a su lugarteniente que se retirara con un gesto y se dirigió al almacén. Las tuberías hacían un poco menos de ruido allí. Sentado en el suelo, envuelto en su mortaja harapienta, el antiguo príncipe Uldren Sov alzó la mirada hacia la amplia sombra que la Araña proyectaba en la puerta. Se puso en pie y se inclinó en una reverencia. "Barón", dijo erróneamente, sin saber que la Araña no ostentaba ese título ni era el cabecilla de ninguna Casa. La Araña respondió con una carcajada petulante. "Tienes el aspecto de la suela de una bota de escoria", señaló la Araña mientras avanzaba por la habitación con un silencio que traicionaba su postura encorvada y su andar renqueante. Su invitado, nada menos que un portaluz, miró a su Espectro en un momento de incertidumbre. "Hemos tenido días mejores", respondió el Espectro. La Araña se abstuvo de criticar la intromisión del Espectro y lo ignoró. Mis chicos dicen que te encontraron a la deriva en el espacio, y que tu nave se topó con unos… escombros", continuó la Araña. "Qué generosos han sido al… rescatarte". La Araña paseaba de un lado a otro y sus ojos azules brillaban en la penumbra. Intentó analizar el lenguaje no verbal del portaluz, su expresión, e incluso algo tan íntimo y sutil como su olor. "¿Cuánto tiempo estuviste ahí arriba, en el vacío, muriendo y renaciendo?". El portaluz se encogió de hombros y desvió sus ojos dorados al recordarlo. "Lo bastante como para entender cómo es la eternidad, y para saber que nunca escaparía sin…" miró a la Araña, al brillo de esos ojos inyectados en éter. "Sin ayuda". "Así soy yo", dijo la Araña alegremente, "siempre ayudando". Ahora que estaba seguro de que el portaluz no lo había reconocido, la Araña se acercó y examinó a su invitado. "No me has dicho cómo te llamas", añadió, como última comprobación. El portaluz no sabía cómo responder. Su Espectro también estaba en silencio. "No tengo nombre". La Araña se contuvo para no estallar en carcajadas. "Bueno, eso no está bien", dijo la Araña mientras le ponía una mano en el hombro. "Eso no puede ser. No pienso tener a alguien a mi cargo…", y enfatizó con prudencia esa palabra, "sin un nombre adecuado". Con malicia, la Araña se acercó y sugirió: "¿Y si probamos uno? Solo durante un rato. Tú y yo". Bajó la voz y susurró: "¿Qué te parece Cuervo?". El portaluz no pareció reconocerlo. La mirada de la Araña se iluminó con la intención de un depredador.

III: Un gesto de amabilidad
Historia
La hechicera podía con las bestias de guerra. Los cabal legionarios eran lo bastante lentos como para matarlos a plena luz del día. Incluso el enorme centurión, una vez solo, sería fácil de eliminar. Pero había tres psiónicos en el risco con sus fusiles apuntando a su posición y, si abandonaba la protección de su roca, la matarían. Druis se arrodilló en la áspera arena roja y maldijo entre dientes. No había anticipado tanta oposición. No tenía energía para teletransportarse. Salir de esto iba a ser doloroso. Respiró profundamente, formó una granada de vacío en su mano y… Hubo una explosión en algún lugar del risco. No identificó el estallido de ozono de los fusiles de postas cabal, sino el dulce crujido de la pólvora negra de toda la vida. El centurión gritaba órdenes a los legionarios, pero el pánico se extendió rápidamente. Druis oyó sus gritos guturales tras una nueva explosión que silenció a las bestias de guerra. Los disparos se acercaban, el centurión bramó y, luego, nada. Druis se asomó prudentemente tras su roca. El escuadrón cabal yacía despedazado por el barranco. Los restos de los psiónicos cubrían el risco. Un humo espeso y el olor a petróleo impregnaban el aire. De entre los cuerpos, emergió la silueta de un cazador solitario. Enfundó su arma y pasó por encima de un cadáver. Caminó con agilidad y movimientos calculados. Era grácil, para ser un cazador. Druis abandonó su escondite y levantó una mano para saludar. "¡Eh, guardián!", dijo. "¡Gracias por tu ayuda! Soy Druis, me acabas de ahorrar un montón de problemas." La cara del cazador estaba oculta por el casco. Hizo un gesto con indiferencia y se arrodilló para examinar el arma del centurión. Ahora que estaba de pie, Druis se dio cuenta de que ella era mucho más alta que el cazador. Seguramente, cualquiera parece alto cuando se le mira encogido desde detrás de una roca. Se quitó el casco y sintió el aire fresco en su piel azul. Su melena oscura cayó sobre sus hombros. Clavó su mirada dorada en el cazador y volvió a sonreír. "Me inscribí a una simple tarea de rescate", dijo. "Había que teletransportar algunos suministros a la Ciudad. He tenido un terrible dolor de cabeza toda la mañana y no quería problemas". El cazador asintió sin mirarla y arrancó un catalizador chispeante de un fusil de postas. Druis rio. "Vale", dijo, empujando con su bota el cuerpo de un legionario. "No hace falta hablar cuando se te da tan bien disparar". El cazador se detuvo y se incorporó para mirarla. "Yo soy… Me llaman Cuervo", dijo, "y me alegro de haber ayudado". La voz del cazador era suave y refinada, y aunque tenía un toque un tanto frío, era amistosa. "Yo sí que me alegro", dijo Druis. "Lo que faltaba era que me resucitaran con este dolor de cabeza. Se lo dije a los cabal, pero no me hicieron ni caso. Qué maleducados". El Cuervo se rio. "Lo entiendo. Después de resucitar, me siento mal durante horas". Se giró para buscar más armas cabal y algo llamó la atención de la hechicera. Soltó un grito ahogado y el cazador alzó la vista. "¡Vaya!", exclamó Druis señalando su brazo. "Eres insomne del Arrecife, ¿no? ¡Yo soy terrícola, pero tú y yo tenemos un pasado común!". El Cuervo bajó la vista. Una tira de cuero se había desprendido de su guantelete y debajo se podía ver claramente su piel de insomne, de un color azul grisáceo. Cuando alzó la vista, Druis ya se había acercado dando dos rápidas zancadas. Puso la mano sobre su arma, pero la hechicera le dio una palmada en el hombro. "Me lo habías parecido, por tu voz y tus movimientos". La alta mujer lo miraba con alegre curiosidad. Cuervo permaneció en silencio. Druis habría deseado ver la cara del cazador. Para su sorpresa, el rastreador de su cinturón emitió una señal. "Por fin, buenas noticias", dijo. "Estamos justo en las coordenadas de los suministros que necesito". Escaneó la zona y encontró la diminuta nave de suministros medio bloqueada por unas rocas. "Como me has ayudado a evitar que los cabal se hicieran con el cargamento, creo que te mereces una parte". "No hace falta", dijo Cuervo. Se movió y ocultó su brazo expuesto tras su espalda. Druis notó que parecía un tanto incómodo. "No he dicho que haga falta. Solo es un gesto de amabilidad entre dos insomnes. Será rápido", contestó. Se sumergió en la bodega polvorienta de la nave y encontró las cajas de suministros. En sus paneles parpadeaban tenues luces rojas. Los sellos de seguridad se habían roto hacía tiempo. Abrió la más cercana y la encontró llena de botellas mugrientas. El líquido todavía desprendía un sutil brillo naranja. Descorchó una, la limpió con su ropa y tomó un sorbo. Sabía a miel y sal, y el dulzor picante le causó una sensación de ardor en la garganta. "¡Bingo!", exclamó Druis mientras salía de la nave con la botella en la mano, pero el cazador ya no estaba. Druis puso la botella sobre una piedra y se sentó. No esperaba que su compañero volviera, pero esperó mientras limpiaba distraídamente la sangre seca de su túnica. Finalmente, suspiró y cogió la bebida. "Por Cuervo", se encogió de hombros.

Triunfo secreto

Triunfo secreto

VI: El interruptor de emergencia del fénix
Historia
Los tubos de Éter rechinaban. Cuando el Cuervo regresó del terreno, la Araña se inclinaba en su trono, con la mano en la cabeza. "Barón", Cuervo se dirigió al que tomaba por su benefactor. La Araña levantó la vista y, sin decir nada, le pidió que se acercara con un gesto. Al llegar al trono, Cuervo se arrodilló. "¿De qué hablamos antes de que te fueras?". La pregunta retórica de la Araña cayó como un jarro de agua fría sobre Cuervo. No levantó la vista. Cuando empezó a responder, la Araña lo interrumpió. "No se puede confiar en los guardianes", le recordó la Araña. "Pueden ser útiles y poderosos, pero no se puede confiar en ellos". "Barón, yo creía…". "¡No!", exclamó la Araña. "¡No pensaste! Si hubieras pensado, no te habrías expuesto…". La Araña reprimió su enfado y las palabras se volvieron un gruñido. Se reclinó en su trono. "Has cometido una estupidez". Cuervo mantuvo la cabeza inclinada y los ojos fijos en el suelo. No dijo ni una palabra. Conocía la ira de la Araña, conocía su descontento y su furia. No tenía ninguna intención de lidiar con eso otra vez. "Pero tal vez haya algo de…", la Araña dudó y eligió sus palabras cuidadosamente, "… sabiduría en tu desafío. Los guardianes son un recurso demasiado valioso como para malgastarlo, especialmente en asuntos que sobrepasan nuestra destreza". Solo entonces, Cuervo alzó la vista de manera inquisitiva. Por un momento, sintió un humilde orgullo. Creyó que, quizá, ese acto de desafío hubiera conmovido a la Araña, y que así habría demostrado ser más que un útil portaluz. La Araña extendió una mano. "Tengo una idea para… protegerte". La oferta parecía sincera, aunque la Araña se refería a proteger su inversión y no a Cuervo como persona. "Que venga Glint". El Cuervo se mostró tenso, desvió la mirada, y luego pensó que no volvería a desafiarlo con tanta ligereza. Asintió y Glint apareció a su lado. El Espectro se aferró a Cuervo con nerviosismo y, luego, voló hacia la Araña. "¿Qué necesita?", preguntó Glint. Sin decir nada, la Araña cogió a Glint con una mano. Glint gritó y Cuervo se puso en pie rápidamente. Enseguida, las barracudas de arco de los guardias de la Araña lo rodearon. La Araña emitió un chasquido gutural y cogió una caja de herramientas. Herramientas para abrir las carcasas de los Espectros muertos, que también funcionan con los vivos. "¿Qué estás haciendo?", preguntó Glint aterrorizado. Cuervo estaba congelado, ya había visto antes los castigos de la Araña, pero esto… Era su Espectro. En parte, Cuervo también pensaba que quizá podía estar malinterpretando la situación. Tenía la certeza de que la Araña nunca haría nada que lo perjudicara de forma permanente. Pero, cuando la Araña dejó a Glint paralizado con una herramienta puntiaguda, Cuervo perdió esa certeza. "¡Alto!", gritó Cuervo gritó mientras la Araña encajaba una herramienta plana entre las placas de la carcasa de Glint. "¡No!". Con un golpe seco, la Araña abrió una de las solapas. Luego, miró a Cuervo y cambió de herramienta. "No te preocupes", dijo la Araña con una dulzura que fluyó como hielo por las venas de Cuervo. "Solo estoy haciendo unas modificaciones", dijo, encendiendo un soplete. "Para protegerte mejor… del mundo".
